ARTÍCULO

Sociedad Civil(izada). Notas sobre la limitación colonial de los derechos modernos

Civil(ized) Society. Notes on the colonial constraint on modern Rights

 

Facundo C. Rocca
[email protected]
Instituto de Investigaciones Gino Germani; UBA; CONICET. Argentina

Recibido: 17|11|15
Aceptado: 05|04|16

 


Resumen
En el presente trabajo se analiza, como momento necesario de la elaboración de una crítica del derecho moderno, el problema de la limitación excluyente que las ideas de ciudadanía y derechos encontraron en el espacio colonial. Se señala cómo la Sociedad Civil se redujo a la sociedad de los hombres civilizados, como forma de modular tal exclusión al interior de una lógica política moderna (la de la soberanía) que sin embargo supone a los individuos libres e iguales como su fundamento. A través de un breve análisis del problema de la esclavitud, el historicismo y la práctica del gobierno indirecto, se argumenta quela teoría poscolonial puede, ayudarnos a interrogar los lenguajes, prácticas y efectos de estas formas particulares (historicistas, coloniales, racializadas, culturalistas) de limitación de los derechos modernos.

Palabras clave: Derechos del hombre; Colonialismo; Historicismo; Sociedad Civil; Teoría Poscolonial.

Abstract
As a necessary step towards a critique of modern rights, this work analyses the exclusionary limitations in the colonial space of the ideas of citizenships and rights. It points out how Civil Society became restricted to the society of civilized men, as a way of modulating the exclusion inside a modern political logic (sovereignty) that, however, supposes free and equal individuals as its foundation. Through a brief analysis of the problem of slavery, historicism, and indirect rule, the article argues that postcolonial critique could help us interrogate the languages, practices and effects of these particular forms (historicist, colonialist, racialized, culturists) of limitation of modern rights.

Key words: Rights of Man; Colonialism, Historicism; Civil Society, Postcolonial Theory.


 

INTRODUCCIÓN: INFLEXIONES EXCLUYENTES DEL PODER MODERNO Y CRÍTICA POSCOLONIAL

La moderna lógica del poder y la soberanía parece diferenciarse por el intento de organizar, por medio del mecanismo de la representación, una unidad política (el estado) en tanto fundamentada en la multiplicidad de unos individuos supuestos iguales e igualmente libres (Duso 2016). Ahora bien, existen en el conjunto de la historia política moderna ciertas experiencias e instituciones que no parecen derivar inmediatamente de aquella lógica que parte de la igualdad de los sujetos de la soberanía. Una de ellas es la modulación excluyente propia del dispositivo colonial, central a la historia de los Estados-Nación modernos europeos, que vendría dada por las formas ideológicas e institucionales con las que se diferenció racial y culturalmente el conjunto mismo de los individuos-ciudadanos, constituyendo a las poblaciones “nativas” en objetos de la soberanía antes que en su supuesto fundamento subjetivo, quebrando el plano de la igual-libertad (Balibar 2014) moderna, y por lo tanto la lógica de la representación.

Tal inflexión comparte cierta lógica con la paralela exclusión patriarcal de las mujeres como sujetos plenos de la soberanía. Así mismo, una lógica similar parece rencontrarse en los intentos de excluir de una participación plena en la lógica de la representación a las clases trabajadoras o empobrecidas, con criterios clasistas o puramente económicos.

Hemos llamado a estas formas excluyentes, inflexiones de la lógica soberana y no directamente negaciones. ¿Por qué? Porque aun cuando esta serie de restricciones parecen contradecir el punto inicial de la lógica del poder - la existencia de una multiplicidad de individuos libres e iguales – no dejarán de verse forzadas a cumplir, en alguna medida, con aquella necesidad del poder y la soberanía modernos de presentarse como resultado de la voluntad de aquellos sobre quienes se ejerce. Es decir, las exclusiones deberán elaborar algo más que un argumento de fuerza que simplemente afirme la opresión/exclusión como un hecho. De ahí surge que cualquier forma de exclusión tenga que ser suplementada por algún tipo de argumento que intente cerrar la brecha entre exclusión y representación. Los excluidos de participar efectivamente de la ciudadanía deben ser, sin embargo, “incorporados” de alguna manera a la lógica moderna de la soberanía.

Un argumento recurrente para esto parece ser aquel que supone a aquellos grupos excluidos (mujeres, trabajadores, esclavos, “razas inferiores”) como desprovistos de la justa razón o la suficiente inteligencia para conocer y expresar acertadamente su interés o voluntad, y por lo tanto como incapacitados para participar directamente de la lógica representativa. Entonces, se los declarará representados, aun cuando sus voluntades no cuenten en la elaboración de la representación, aun cuando les sea vedado expresarla independientemente, al suponer su autorización tácita de todo gobierno. Esta autorización surgiría directamente si su incapacidad o sus pasiones no nublaran su razón y los volvieran ciegos a su propio interés. De esta manera paternalista se “incluye” a los excluidos, con la convicción de representar su interés para que (o hasta que) lleguen a la “mayoría de edad” del intelecto, esa que aquellos que los gobiernan (hombres, blancos, propietarios) ya han alcanzado. Este devenir tácito de la representación puede suplementarse también por medio de una suerte de temporalización o gradualismo que pondrá en un futuro lejano la promesa de incorporación plena de los excluidos como sujetos de la soberanía con la condición de que demuestren la posesión de ciertas capacidades particulares.

Veremos que estas condiciones de acceso a la Sociedad Civil moderna -que se instituye, como función de la lógica soberana, en tanto espacio donde gozar de los derechos- serán marcadas, a través de la experiencia colonial, por una serie de características eurocéntricas que demarcan una particular idea de civilización. La Sociedad Civil será igualitaria siempre y cuando sea la sociedad exclusiva de los hombres civilizados. Los excluidos podrán participar no solo tácitamente de la soberanía, con la condición de que se civilicen.

El amplio y heterogéneo campo de la teoría poscolonial ha señalado justamente hacia estas inflexiones excluyentes con las cuales la lógica moderna de los derechos, la igualdad y la universalidad (que no es otra que la lógica del poder y la soberanía) se extendió más allá de su territorio europeo. Los derechos del hombre, la idea de ciudadanía, la igualdad jurídica, son identificados como categorías centrales del pensamiento moderno occidental que la teoría poscolonial busca provincializar e interrogar críticamente.

Los términos generales en que este campo de pensamiento poscolonial ha pensado el problema del estatuto de los derechos quizá encuentren su formulación arquetípica en una obra central para este corpus: Provincializar Europa de Dipesh Chakrabarty (2000). En ella se señala la marca eurocéntrica de todo el aparato jurídico conceptual de la “modernidad política”: “conceptos como ciudadanía, Estado, sociedad civil, esfera pública, derechos humanos, igualdad frente a la ley, individuo, la distinción entre público y privado, la idea de sujeto, democracia, soberanía popular, justicia social, racionalidad científica, todas cargan el peso del pensamiento y la historia europeas” (Chakrabarty 2000: 4). Se indica su también originaria existencia paradójica: el humanismo universalista de los derechos del hombre fue “predicado al colonizado al mismo tiempo que negado en la práctica” (Ibíd.) por el colonizador europeo.

Chakrabarty señala aún otra deriva paradójica de los efectos de ese humanismo, el de servir como inspiración a tradiciones “críticas de prácticas sociales injustas” (2000: 4), entre las que cuenta al marxismo y al liberalismo, pero también a todas las formas de apropiación periférica por parte de los subalternos y colonizados de la potencia indeterminada del lenguaje de la igualdad. El discurso de los derechos parece configurar así una forma particular de eso que Spivak nombró como la “enabling violation” (1999: 371) [violación habilitante] de la experiencia colonial-imperial. Una violencia brutal que, a pesar de producir como resultado una suerte de bien para aquel que la sufrió, no deviene justificada.1

En definitiva, el pensamiento poscolonial nos propondría pensar las paradojas de los derechos como particulares (eurocéntricos) que queriendo ponerse como universales se resuelven en una contradictoria extensión auto-limitada. Los derechos modernos se expanden globalmente al mismo tiempo que producen necesariamente una serie diferencias/exclusiones que, sin embargo, deben volverse compatibles en alguna medida con los términos de que fundamentan su lógica: la igualdad de todos los sujetos-súbditos.

En este trabajo nos proponemos explorar, partiendo del punto de vista crítico que nos permiten las teorizaciones poscoloniales, la historia y significancia de algunas de las sucesivas autolimitaciones que el derecho moderno y la lógica “igualitaria” de la soberanía tuvo en su espacio colonial, así como sus justificaciones. Esta travesía por el campo de lo colonial y lo poscolonial no es sino una etapa que creemos fundamental para cualquier proyecto de una teoría crítica de los derechos modernos.

LOS LÍMITES COLONIALES DEL UNIVERSALISMO DE LOS DERECHOS: ESCLAVISMO E HISTORICISMO

La esclavitud colonial a la que las potencias occidentales sometieron a las poblaciones no europeas constituyó un límite inicial para las ideas ilustradas de derechos, libertad e igualdad universales. En su ya clásico Hegel y Haití (2013), Susan Buck-Morss ha señalado el lugar paradójico de la esclavitud en el pensamiento ilustrado: “La explotación de millones de trabajadores esclavos coloniales era aceptada como parte del mundo dado por los mismo pensadores que proclamaban a la libertad como el estado natural del hombre y como un derecho inalienable” (2013: 46). La forma concreta de sumisión a la que el orden económico colonial había forzado a las poblaciones no europeas aparece o bien paradójicamente justificada, o bien renegada en el pensamiento político moderno. La palabra se repite una y otra vez en los textos del Siglo de las Luces casi exclusivamente como metáfora de la sumisión de los hombres (europeos) naturalmente libres a las formas monárquicas-aristocráticas del Ancien Régime, mientras “la esclavitud literal es irrepresentable porque su naturalización la ha vuelto invisible” (Grüner; 2010: 352).

La prueba de fuego de esta paradoja no será entonces producto del pensamiento ilustrado ni de su puesta en acto en el territorio metropolitano, sino de una revolución de esclavos en Santo Domingo. Allí los jacobinos negros tomaron en sus propias manos la extensión de los principios revolucionarios de libertad e igualdad en la más próspera colonia del mundo de entonces (Buck-Morss; 2000; Grüner; 2010 y James; 2003). Y sin embargo, esta extensión de los principios contra su auto-limitación fue sólo momentánea: Napoleón restableció la esclavitud en las colonias francesas, y no fue sino hasta 1848 con la Segunda República que fue finalmente abolida (en sintonía con el giro abolicionista del resto de las potencias coloniales europeas de la segunda mitad del siglo XIX).

La tortuosa historia de la abolición de la esclavitud no significó sin embargo el fin de la limitación originaria del universalismo moderno, como tampoco significó el fin del colonialismo al que la producción esclavista estaba asociada. Quijano (2000) afirma, incluso, que ni siquiera el fin del colonialismo implica la supresión de una colonialidad del poder que, por el contrario, persiste como marca de origen indeleble de la modernidad capitalista. La clasificación de las “nuevas” poblaciones no europeas en las categorías previamente inexistentes de razas implicaría así un primer límite constitutivo a la ciudadanía moderna que organizaría el conjunto de las estructuras de poder modernas y que sobreviviría a las formas de trabajo esclavo o servil propias del colonialismo temprano (1997; 2000).

La anulación, en lo legal, de la diferencia “antropológica” como criterio de distribución de las prerrogativas derivadas de los conceptos político-jurídicos de derechos civiles y ciudadanía, no implicó la emancipación total de los sujetos-esclavos. Aún si la diferencia entre el estatuto de esclavo y las formas coloniales de trabajo asalariado no pueden ser minimizadas, puede decirse que “el trabajo forzado remplazó las cadenas de la esclavitud. Nuevas técnicas de disciplina, nuevas leyes, fueron sancionadas para transformar al esclavo en un trabajador del estado colonial. El vocabulario abstracto de los derechos ocultó en la colonia, la permanencia del racismo colonial, la explotación colonial y la negación de la democracia” (Vergès 1999: 4). En definitiva, la anulación de la esclavitud como estatuto diferenciado, al que se negaban derechos y ciudadanía, no evitó que estos re-encuentren su límite en la diferencia colonial.

El colonialismo debió reformular las razones de la limitación de esos universales que ponía como fundamentos de su propia civilización. La limitación se fundamentará crecientemente también en la diferencia cultural junto con la racial/antropológica. Esta lógica de la diferencia cultural corresponde a aquello que el pensamiento poscolonial ha llamado historicismo: la idea de que existe una forma de modernidad que habiendo nacido en Europa se expande globalmente, produciendo nuevas modernidades no-europeas pero necesariamente europeizadas. La temporalidad del historicismo implica entonces dos cosas: la modernidad como única forma de existencia anclada en prácticas culturales occidentales, y un proceso necesario por el que los sujetos no-occidentales deben advenir modernos, que consiste en el borramiento de su propia diferencia cultural en la forma de una “educación” en tanto hombres occidentales/modernos/civilizados. De una forma similar, Aníbal Quijano (2000) ha señalado cómo la constitución colonial del poder moderno y de la idea misma de Europa implicó la formulación de una perspectiva “dualista/evolucionista” que separaba toda la experiencia humana entre lo no-europeo y lo europeo, poniendo al mismo tiempo a lo primero como en una sucesión histórica lineal y unidireccional que debía ir de lo pre-europeo a lo europeo, como “desde lo primitivo a lo civilizado, de lo irracional a lo racional, de lo tradicional a lo moderno, de lo mágico mítico a lo científico” (p. 225).

Chakrabarty ha señalado, breve pero sugerentemente, la interposición de un “todavía no” entre el colonizado y los ideales político-modernos de derechos y ciudadanía como uno de los efectos principales del historicismo (2000: 8-11).2

La referencia singular de Chackrabarty en relación con el historicismo son los tratados de John Stuart Mill “On liberty” (2001a)y “On Representative Government” (2001b), clásicos de la teoría política, donde “se proclama el auto-gobierno como la más alta forma de gobierno, pero se argumenta en contra de otorgar el auto-gobierno a los africanos o indios sobre fundamentos de hecho historicistas” (Chakrabarty 2000: 8).

Estos fundamentos historicistas se pueden rastrear en la argumentación explícita del capítulo final del ensayo sobre el gobierno representativo titulado “Del gobierno de las Colonias por un Estado libre” (Mill 2001b: 197-214). Aquí, luego de haber presentado la lógica y ventajas del ideal de autogobierno a través de la representación, Mill se encarga de explicitar que este ideal debe ser justamente reconocido a las posesiones británicas como América y Australia y no a “otras, como India”. El todavía no del historicismo revela aquí su criterio “culturalista” como fundamento de la negación del ejercicio pleno de la soberanía y los derechos modernos. El criterio que separa al pueblo de la India de su autogobierno (incluso al interior de la Commonwealth) es el de no poseer la “misma civilización” que la metrópolis.

El complemento moral de esta renegación historicista del autogobierno de los pueblos no-europeos puede encontrarse en On liberty bajo la forma de una argumentación que, habiendo puesto como el más alto ideal humano la individualidad que surge de la libertad y la diversidad de circunstancias, piensa al “Este” como un territorio hostil a este ideal, al estar preso de la molicie de la Costumbre, y por lo tanto paralizado por fuera de la historia. Por contraste, Europa aparece como agente exclusivo de un progreso que surge del hecho de ser terreno fértil para aquella libertad individualista frente a lo establecido y lo dado (Mill 2001a: 86-87). El sometimiento de lo no-europeo a Europa sería presentando así como una “natural” vivificación de aquellos pueblos paralizados por el movimiento de la Historia Humana convertida en patrimonio exclusivo de lo occidental.

LA PERSISTENCIA POSCOLONIAL DEL HISTORICISMO: NACIÓN, ESTADO Y COMUNIDAD

En aquellos mismos pasajes iniciales Chackrabarty también nos advierte que ese todavía no historicista no es exclusivo del tiempo colonial, sino que persiste trabajando la naturaleza de las modernidades políticas post-coloniales. Los nacionalismos anti-coloniales que fundaron los nuevos estados independientes pueden leerse como la afirmación de un “ahora” contra ese “todavía no”. El problema, sin embargo, parece radicar en que las categorías políticas mismas con las que esos nacionalismos pensaron la construcción de los nuevos estados no dejarían de estar marcadas por el historicismo eurocéntrico que fundamentaba aquel todavía no de las potencias coloniales - todavía no auto-gobierno, todavía no autodeterminación del pueblo, todavía no democracia, etc. – y que veía como condición de esos derechos políticos ciertas formas de civilización en las que la diferencia cultural del colonizado no podía incluirse. El subalterno colonial o el campesino no occidental, afirmado en el ahora del nacionalismo, accede a la ciudadanía negada por el historicismo pero solo al precio de escindirse: es aquel que aún “debe ser educado a ciudadano y por lo tanto pertenece al tiempo del historicismo” al mismo tiempo que aquel que “a pesar de su falta de educación formal, es ya ciudadano” (Chakrabarty 2000: 10).

Aquella “doble vida” que Marx (2004: 19) veía como rasgo esencial de los derechos modernos, se desdobla en el campo (pos)colonial en una nueva duplicidad. Ya no se trata (solo) de la escisión que quiebra la emancipación política, entre una vida terrena donde se es menos que hombre en tanto solo se existe como individuo egoísta; y una vida celeste donde se es parte de la humanidad y la comunidad solo de forma alienada y abstracta. La escisión historicista persiste interiorizada por la emancipación anticolonial en la forma de una demanda de “civilidad” como condición del ejercicio de unos derechos que son al mismo tiempo afirmados como ya propios de los sujetos postcoloniales.

Esa escisión de la ciudadanía poscolonial fundada en la agencia anticolonial remite por su parte a la tensión que, en su ya clásico artículo “DisemiNación, Homi Bhabha (2013: 174-209) señalara entre el aspecto pedagógico y performativo del nacionalismo (Chakrabarty 2000: 11) y del espacio-nación. Esta diferencia brota, según Bhabha, del hecho que el tiempo mismo de la nación es en principio disyunto. El “proceso temporal” del espacio-nación se desdobla entre una idea moderna de totalidad anclada en “figuras retóricas de un pasado” (2013: 178) al que los sujetos nacionales deben ajustarse para formar esa homogeneidad moderna del pueblo; y los “signos y símbolos contingentes y arbitrarios que significan la vida afectiva de la cultura nacional” (Ibíd.) pertenecientes a la repetición siempre en presente de esa existencia concreta del pueblo como “otra temporalidad que altera la contemporaneidad del presente nacional” (2013: 179).

Es decir que la nación como interpelación discursiva se produce entre el trabajo de los “poderes totalizantes de lo social como comunidad homogénea y consensual” y las “fuerzas que significan la interpelación más específica a intereses e identidades contenciosos y desiguales dentro de la población” (Bhabha 2013: 182). De un lado el intento de fundar una totalidad homogénea justificada por un pasado narrado como común, que se impone como algo a aprender por los sujetos (lo pedagógico). Del otro, la existencia concreta y múltiple de esos sujetos que se representan en la nación, pero que exceden ese pasado supuesto común y esa homogeneidad como objetivo (lo performativo).

De ahí entonces que el efecto de la interpelación/narración nacional se desdoble también, y produzca una “escisión del sujeto nacional” (Bhabha 2013: 183): “los pueblos son los ‘objetos’ históricos de una pedagogía nacionalista, que le da al discurso una autoridad basada en un origen previamente dado o históricamente construido en el pasado, los pueblos son también los ‘sujetos’ de un proceso de significación que debe borrar cualquiera presencia previa u originaria […] para demostrar los prodigiosos principios vivientes del pueblo como contemporaneidad; como signo del presente a través del cual la vida nacional es redimida y repetida como proceso reproductivo” (182). Lo que tenemos en definitiva es una “escisión entre la temporalidad continuista, acumulativa, de lo pedagógico, y la estrategia repetitiva, recursiva de lo performativo” (182), lo que no es sino “la tensión entre significar el pueblo como una presencia histórica a priori, un objeto pedagógico, y el pueblo construido en la performance de la narrativa, su “'presente' enunciatorio marcado en la repetición y pulsación del signo nacional” (184).

Es entonces a causa de que la idea misma de nación lleva la marca del proyecto moderno de una comunidad como totalidad homogénea, que la interdicción nacionalista al “todavía no” del historicismo colonial se resuelve en esa escisión del sujeto poscolonial como ciudadano de la que nos advertía Chakrabarty.

Lo central aquí para nosotros es que es justamente la categoría de nación (junto con la de propiedad) la que se impone en la modernidad como mediación que estabiliza la absoluta indeterminación del postulado moderno de la igualibertad [egaliberté] y permite su existencia positiva (Balibar 2014). Chatterjee lo explica de la siguiente manera, en la que resuena más fuertemente la influencia de la lectura arendtiana de la reducción de los derechos universales del ciudadano a los derechos del miembro de un Estado particular (Arendt, 2007):

La noción moderna de nación es tanto universal como particular. La dimensión universal está representada, en primer lugar, por la idea del pueblo como locus original de la soberanía del Estado moderno y, en segundo lugar, por la idea de que todos los seres humanos son portadores de derechos. Pero, aun si esto fuese universalmente válido, ¿cómo podría plasmarse de manera concreta? La respuesta es: sacralizando los derechos específicos del ciudadano en un Estado constituido por un pueblo particular, bajo la forma autoasumida de una nación. El Estado-nación se ha convertido en la forma particular (y normalizada) del Estado moderno (Chatterjee 2008: 182).

Entonces, aquello que debe fundamentar la organización de la igualibertad como forma moderna de la comunidad (soberanía popular) requiere la construcción de una nación. Pero esa nación debe tener ciertas condiciones particulares que le permitan funcionar como sustento positivo de los principios políticos modernos. Esas condiciones, en las cuales rencontramos el aspecto pedagógico del espacio-nación, implican la existencia de los sujetos de la nación como ciudadanos, es decir como civilizados:

El planteamiento, de manera resumida, suponía que sin una transformación de las instituciones y prácticas de la sociedad, producida ya fuera de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba, sería imposible generar y mantener condiciones de libertad e igualdad en el ámbito político. Para que existieran comunidades políticas modernas y libres, en primer lugar se debía contar con poblaciones integradas por ciudadanos. Para muchos, este argumento aún proporciona el fundamento ético de sus proyectos de modernización del mundo no occidental: transformar antiguos “sujetos”, no familiarizados con las posibilidades de la igualdad y de la libertad, en ciudadanos modernos (ib.id.: 188)

Ahora bien, ¿por qué se impone la forma nación y su pedagogía? Según Chatterjee, porque la “narrativa del capitalismo” - que enmarca las narrativas de la nación y la ciudadanía y por medio de la cual éstas logran universalizarse efectivamente (es decir, toman alcance global) - está obligada a destruir toda otra forma de comunidad3 posible que pudiera funcionar como mediación estabilizante de la proposición de igualibertad. Al imponer como una mediación comunitaria a la nación en su forma de Estado, el capitalismo impondría también el aspecto “pedagógico” del nacionalismo: la construcción de una homogeneidad específica con ciertas normas/valores necesarios para sustentar la moderna comunidad política (Chatterjee 2008: 158-177).

LA EXCLUSIÓN COLONIAL MÁS ALLÁ DEL DISCURSO HISTORICISTA: LAS INSTITUCIONES DEL GOBIERNO INDIRECTO

Pero el alcance de la crítica poscolonial excede (o debería exceder) lo estrictamente referido a los discursos de exclusión colonial justamente porque la limitación originaria de los conceptos políticos universales no es solo una limitación en la teoría. Las formaciones discursivas historicistas, paternalistas, o directamente racistas justifican (y se materializan en) prácticas institucionales concretas de organización del territorio colonial y las poblaciones colonizadas.

El politólogo y africanista Mahmood Mamdani ha considerado las formas en que el Estado colonial constituyó en la práctica esa limitación de la ciudadanía, como una forma algo más compleja que una simple exclusión racializada. De hecho, a partir de la experiencia del llamado “gobierno indirecto” puede hablarse de una formación estatal institucionalmente segregada en que “el dualismo racial estaba por tanto anclado en un pluralismo étnico políticamente reforzado” (1996: 7), en la cual la “dominación racial era mediada a través de toda una variedad de poderes locales organizados étnicamente” (8).

Mamdani señala este proceso como la respuesta al dilema colonial de la “cuestión nativa”: “¿cómo puede una minúscula minoría extranjera gobernar una mayoría indígena?” (16). La primera respuesta fue la del llamado “gobierno directo”. Aquí encontramos esa forma de limitación del campo universal de la ciudadanía moderna por medio del discurso racista/historicista:los nativos deberán subsumirse a las leyes europeas, pero solo aquellos “civilizados” tendrán acceso a los derechos europeos. La distinción que produce para Mamdani el colonialismo es directamente la de ciudadanos y súbditos, una distinción entre sujetos de la sociedad civil y la política, y poblaciones sujetas a la ley. Cecil Rhodes, aventurero y magnate colonialista británico que impulsó las fronteras del imperialismo y dominio inglés en África, resumió de forma muy clara este universalismo racial y culturalistamente limitado de los derechos modernos en el espacio colonial: “Iguales derechos para todos los hombres civilizados” (Mamdani 1996: 17).

Pero la inestabilidad del poder colonial llevó al desarrollo en África (pero también en grandes partes de Asia) de nuevas formas de poder colonial: el indirect rule [gobierno indirecto]. Aquí la distinción entre súbditos y ciudadanos se mantiene, pero el poder sobre los súbditos es reorganizado en la forma de múltiples poderes tribales locales, con autoridades nativas, asociados al poder colonial central; la ley universal europea es remplazada por una multiplicidad de leyes consuetudinarias étnicamente restringidas. Mamdani señala que ésta constituyó la forma principal de gobernar sobre el espacio rural, y un campesinado todavía “libre” y comunal. Ambas formas de “despotismo”-centralizada en la forma del gobierno directo, y descentralizada en el indirecto- terminaron conjugándose para dar existencia a un poder colonial bifronte: “dos formas de poder bajo una sola autoridad hegemónica. El poder urbano hablaba el lenguaje de los derechos civiles y la sociedad civil, el poder rural el de la comunidad y la cultura. El poder civil afirmaba proteger derechos, el poder consuetudinario juraba reforzar la tradición” (Mamdani 1996: 18).

La sociedad civil/civilizada era, entonces, exclusivamente la sociedad de los colonos como portadores de derechos, es decir, una creación exclusiva del poder colonial. Junto a ésta, el mismo poder colonial reorganizó las múltiples formas de autoridad y costumbres locales en la forma de un campo de lo consuetudinario en el cual la mayoría de los nativos eran súbditos. Entre medio, los trabajadores urbanos nativos estaban en un limbo jurídico: libres de las leyes consuetudinarias pero excluídos del campo de los derechos y la sociedad civil (Mamdani 1996: 19).

Lo que resta señalar es que el análisis del gobierno indirecto nos muestra una nueva inflexión en la auto-limitación de los conceptos políticos modernos. Aquí el “todavía no” del historicismo parece jugar ya directamente como un “siempre no” para gran parte de los sujetos coloniales que son expulsados de la progresión racial-culturalista a un tiempo siempre ajeno a los conceptos modernos de ley, derechos, ciudadanía, individualidad: un tiempo mítico de la comunidad, la tradición y la autenticidad (en que resuena el romanticismo del buen salvaje), donde la ley universal para todos los hombres (de las que se excluían gradual y verticalmente las distintas razas) se fragmenta en una multiplicidad de leyes particulares, horizontalmente diferenciadas por tribu; y donde la idea de nación como comunidad totalizante es remplazada por la pluralidad de las etnias. El gobierno indirecto expulsa a la mayoría de las poblaciones no europeas a aquel mismo mundo de la Costumbre, que para J.S. Mill era hostil a todo progreso, individualidad o libertad de la humanidad.

La trampa colonial, sin embargo, reside en que la comunidad, tradición y costumbre, y en muchos casos los mismos límites de la tribu o la etnia, serán negociadas permanentemente a favor de las normas y formas de autoridad funcionales al poder colonial central. En Ciudadano y Súbdito se señala justamente como el campo de lo consuetudinario es construido por la intervención colonial, en un período crítico de grandes transformaciones socio-económicas (que derivan del fin del esclavismo) para favorecer formas de autoridades despóticas en la figura de los jefes, la indiferenciación entre poder y ley, el castigo corporal y las formas punitivas de ejercicio de autoridad, etc., por sobre otras prácticas e instituciones de organización de la comunidad (Mamdani 1996: 109-137). La racionalidad de estos resultados estriba, obviamente, en que el objetivo de la consolidación de la autoridad consuetudinaria dentro del estado colonial era la de mantener el orden local (y colonial) antes que la de conservar las formas comunales.

El gobierno indirecto implicaría así no solo una exclusión rígida, incluso del tiempo gradualista del historicismo, sino también una instrumentalización de aquello que se ponía por fuera del tiempo historicista. Fijados en la Costumbre, prohibidos de “civilizarse” como forma de prohibirles el acceso al ejercicio de los derechos de la Sociedad Civil(izada), los súbditos coloniales verán su misma Costumbre supuestamente ahistórica modificada y manipulada por el poder colonial, para ponerla al servicio de aquella Sociedad Civilizada.

CONCLUSIÓN. LA CRÍTICA POSCOLONIAL COMO MOMENTO DE UNA CRÍTICA AL DERECHO MODERNO

Podemos afirmar que la teoría poscolonial nos provee de importantes herramientas para desentrañar críticamente la gramática de las inmediatas limitaciones de los ideales universales nacidos de la revolución moderna de Occidente, así como en las derivas paradójicas del concepto mediador de la nación como positivización de esos derechos modernos. Las formaciones discursivas del historicismo como estructuras de limitación del universalismo deben ser investigadas en su rol constitutivo y originario en el conjunto de categorías políticas modernas. Asimismo, las prácticas imperialistas-coloniales y sus discursos historicistas deben ser situados como formas también centrales de constitución de la nación como mediación en la formulación moderna de la igualibertad. Los modos en que esa categoría se encuentra también potencialmente desestabilizada en origen, o descentrada en su experiencia colonial y anticolonial, se vuelve entonces una problemática central para un estudio de esas categorías universales de los derechos.

No hay que dejar de señalar, sin embargo, que esa estructura del “todavía no” no parece ser exclusivamente externa al Occidente europeo. La también originaria exclusión de las mujeres y los asalariados se expresó en formulaciones que oscilaban en fundamentarla en una diferencia esencialista/antropológica (tentativa de absolutizar la diferencia de los sexos en los dos polos opuesto del binarismo sexual; tendencia a “racializar” la condición de clase) y en argüir ciertas condiciones de costumbres, maneras, educación, condición social, cuya falta prohibía a esos otros (del hombre blanco racional propietario de sí mismo) el acceso pleno a los derechos políticos que el pensamiento y las revoluciones modernas habían declarado universales.

Aquel mismo John Stuart Mill que vetaba el autogobierno a las poblaciones no europeas con argumentos historicistas, justificaba, con argumentos no muy divergentes y en el mismo ensayo, que el derecho a participar en el gobierno representativo no incluyera a los analfabetos, a aquellos que no pagaran impuestos, y a aquellos que recibieran algún tipo de ayuda social; y proponía un sistema de voto plural que si bien no excluía a los “trabajadores manuales” del ejercicio conjunto de la soberanía, otorgaba una mayor cantidad de votos a sus capataces, a los profesionales, intelectuales y patrones (Mill: 2001b: 102-118).

Las luchas de las mujeres, de los proletarios y de los subalternos coloniales tienen que ser, entonces, crecientemente pensadas como formas disímiles de lidiar con y resistir a un mismo problema: la auto-limitación de los universales políticos modernos como resultado de su inestable indeterminación. Para esta tarea, el trabajo llevado a cabo por la teoría poscolonial puede, en principio, ayudarnos a interrogar los lenguajes, prácticas y efectos de ciertas formas particulares (historicistas, coloniales, racializadas, culturalistas) de esa limitación.

Notas

1. “[…] what I call an enabling violation – a rape that produces a healthy child, whose existence cannot be advanced as a justification for the rape. Imperialism cannot be justified by the fact that India has railways and I speak English well […]” (Spivak 1999: 371)

2. El imperialismo británico habría hecho de ese todavía no un límite continuamente inalcanzable. El imperialismo francés por su parte, con su política de assimilation, se encargará de mostrar cumplimientos efectivos (aunque no por ello menos problemáticos) de la promesa historicista: aquellos “évolués”, que habían aceptado las costumbres, las leyes y el idioma francés serían considerados efectivamente ciudadanos franceses. El ejemplo mítico lo constituirá el de las “Quatre communes” (Saint Louis, Gorée, Dakar, Rufisque) en el Senegal francés.

3. Balibar (2014) ha señalado justamente que ese tercer mediador es, antes que la nación estrictamente, la comunidad escindida entre lo estatal-nacional y su opuesto en la forma de una “comunidad del pueblo” de la que saca toda su fuerza la idea de Comunismo. Chaterjee (2008) también ha analizado cómo el nacionalismo anticolonial, al haber hecho suya sin más esta idea de estado-nación como única forma de comunidad pensable, siguió bloqueando otras formas posibles de comunidad en que fundar nuevas formas de igualdad, produciendo todo un juego de nuevas limitaciones y exclusiones de los sujetos poscoloniales de la promesa igualitaria de la ciudadanía.

REFERENCIAS

1. Arendt, Hannah. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza. 2007.

2. Balibar, Étiene. Equaliberty. Political essays. Durham, NC: Duke University Press. 2014.

3. Bhabha, Homni K. El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial. 2013.

4. Buck-Morss, Susan. Hegel, Haití y la Historia Universal. México: Fondo de Cultura Económica. 2013.

5. Chakrabarty, Dipesh. Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference. Princeton: Princeton University Press. 2000.

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